sábado, 31 de diciembre de 2011

jueves, 19 de mayo de 2011

La DEMOCRACIA es una mentira con mayúsculas

La DEMOCRACIA es una mentira con mayúsculas. Los políticos que gobiernan lo saben bien y por eso jamás moverán un dedo por cambiar un sistema INJUSTO que no representa las preferencias de los ciudadanos y que beneficia únicamente a los partidos mayoritarios. Si millones de votantes solo pueden elegir un partido en su papeleta, ¿no es mentira lo que acaba eligiendo cada uno de ellos? ¿Qué ocurriría si al terminar la Selectividad el estudiante sólo pudiera elegir una única carrera? ¿Elegiría la vocación de su vida, una Medicina o un Magisterio, por ejemplo, arriesgándose a quedarse fuera de la universidad hasta el curso siguiente, en el que se le permitiría volver a intentarlo?

¿Cómo? ¡Si en la preinscripción universitaria puedes insertar hasta diez estudios por orden de preferencia! Y en el caso de la selección de plaza tras unas oposiciones creo recordar que son cincuenta las opciones… La representación política, si desde el punto de vista individual puede que no sea sentida como tan trascendental como la elección de carrera para el futuro de una persona, sí lo es sin duda –y con creces– desde el punto de vista social, es decir, para el presente y futuro de la sociedad.

¿Cuál sería la fórmula democrática que salvaría la dignidad de la propia democracia? ¿Varias vueltas como en otros países? ¿Mover a la población, gestionar los votos por correo, hacer todo el montaje para dos días diferentes? ¿Listas abiertas como las suecas y suizas, las supuestamente más «democráticas»? Pues algo parecido, ¿o acaso no se solucionaría el panorama simplemente con una papeleta con varias opciones? Si el partido que voto en primer lugar no obtiene la representación mínima, mi voto debería ser transferido a mi segunda elección. Nadie tendría miedo a «tirar» su voto; se extinguiría así el gran mal de la democracia, llamado «voto útil», del que se alimentan vorazmente los partidazos –evidentemente, no van a ser ellos quien propongan hacer justas las urnas, si tal medida no supone sino la amenaza imparable de su poderío–. Pero nosotros, los grandes afectados por este sistema inútil, ¿no vamos a gritar hasta que se nos oiga que queremos unas votaciones reales, que queremos votar a quien nos dé la gana sin tener el miedo –y después la consecuente sensación– de haber diluido nuestro voto en la nada?

QUEREMOS ser representados por partidos que defienden cuestiones que nos preocupan verdaderamente, partidos con los que asienten bastantes ciudadanos como nosotros, pero que no obtienen representación porque EL SISTEMA ESTÁ MAL DISEÑADO. ¿Cuándo vamos a presionar para que cambien la coacción del votante hacia el bipartidismo?

lunes, 9 de mayo de 2011

Apellidos por orden

Ante la reforma de Ley de Registro Civil, se discute ahora en el Congreso de los Diputados el criterio para decidir el orden de los apellidos del recién nacido, garantizando que, en primer lugar, quienes tienen esa potestad son los padres. ¿Qué significa «los padres»? Como dicen muchas (personas), en caso de no haber acuerdo, debería ser la madre quien decidiese –si ella tiene «derecho» a abortar aunque el padre de la criatura se niegue, ¿cómo no va a prevalecer su opinión para todo lo demás?–. Quizás habría que cambiar el planteamiento: lo que se debate no es por orden de qué, sino por orden de quién. Lo del arbitrio del funcionario –prevé la propuesta de ley que recaiga en él la responsabilidad en caso de desacuerdo– es ofrecerle gratis, a un grupo de trabajadores que nada ha pedido, una canastilla de problemas que a nadie externo a una familia le gustaría asumir –pensemos en el carácter de las parejas que de por sí no son capaces de consensuar un decisión tan básica–. La rareza del apellido me parece criterio más atractivo… pero quitando Lópeces y Garcías, ¿alguien me puede decir, por ejemplo, cuál de mis dos apellidos es más inusual? Defienden otros que prime el azar: en efecto, no puede ser discriminatorio criterio tan «azaroso», bien que en primera instancia da la impresión de solución de cobardes o último recurso no exento de falta de rigor. Además, ¿habría de hacerse el sorteo ante notario o serían suficientes la cara y cruz de la calderilla del funcionario? Finalmente, el orden alfabético –y se cree tan salomónico quien lo propuso– sí es discriminador; ¿qué culpa tenemos algunas para ser confinadas por regla general a la cola de la lista de la clase, a los últimos lugares de las aulas, a las segundas convocatorias de los eventos? ¿Qué culpa tienen los apellidos con iniciales hacia el final del alfabeto para ir desapareciendo? ¿Condenamos así a Zardoyas y Zubizarretas, a Ybarras y Zanones, al más impuesto ostracismo? Olvidan quienes apuestan por ir alternando «A-Z» y «Z-A» –¿tiene usted número par o impar en su turno?– que esta no es en absoluto situación tan frecuente como para que a un mismo funcionario le «toque el marrón» con asiduidad y se acuerde del criterio que usó la última vez. Además, y para variar, dejamos así a los emes descontentos: ¿se quejarán de quedarse en el justo medio o en la mediocridad?

El problema no es cuando hay desacuerdo entre los padres –¿debería decir «madre» y «padre»? Oh, disculpas, quizás la única expresión políticamente aceptable es «progenitoras» o «progenitores», y los lingüistas nos escandalizamos mientras permanecemos en el idiotismo generalizado–; el problema es mucho más hondo. En mi opinión, la reforma debería aportar algo verdaderamente positivo a la sociedad, y para ello debería afectar al apellidamiento por defecto, y no solo a los excepcionales casos de falta de acuerdo, hecho que deja desamparada a la mujer, que es normalmente quien ha de sacar el tema –enfrentándose a maridos y suegros– si es que quiere alterar la tradición en este (des)orden: todos los niños «bautizados» según la frecuencia, todos por orden alfabético, o bien todos al azar, ¡qué carajo! Me gusta la idea de igualar el criterio, pero dentro de mí queda una reserva… reserva de «orden» estético, y no me refiero a dejar al final los apellidos más feos, evidentemente. No lo llamen estética, llámenlo simetría, llámenlo igualdad: igualdad efectiva, no virtual. Es cierto que no parece lo más oportuno, justo en medio de una crisis, que sus Señorías se distraigan en memeces, habiendo problemas mucho más importantes que resolver. Sin embargo, a pesar de todo, no considero este un tema para hacer burla, siendo las identidades personales y familiares las que están en juego. Ahora bien, si hay que hacerlo –y yo creo que sí, aunque no era ahora el momento–, hagámoslo bien. Antes de explicar mi propuesta –la única que salva la estética, y al mismo tiempo, la única ilegal o imposible hoy en día–, permítanme retroceder un momento al principio.

Una de las razones por las que me gusta España es precisamente el doble apellidamiento, tradición relativamente genuina e inusual. Que una cuando se casara no hubiera de perder su referencia de origen familiar siempre me ha parecido una cuestión fundamental en la identidad femenina. Si bien antiguamente se solía sustituir el segundo apellido por el del marido, introducido por un antiestético, pero «decoroso» «de», indicador de pertenencia, también es cierto que este era un uso de costumbre o tratamiento, que no afectaba al registro civil.

Me gusta, pues, poder conservar, el nombre de mi familia de origen, y me alegra, como madre, que mis hijos puedan también heredarlo, aunque sea detrás del de su padre. Al fin y al cabo, nuestro nombre se completa oficialmente con ambos. Con todo, algunas que, como yo, no sacaron el tema en su momento –quizás lo vieron fuera de lugar o se dieron cuenta más adelante– pueden pensar que es una lástima que sus vástagos no puedan ya transmitir el apellido que con tanto sudor les legamos, dado que es siempre el segundo el que va perdiéndose generacionalmente. Yo no lo considero una lástima. Sí una injusticia.

Mi hermano se llama como mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, mi tatarabuelo. En este caso en concreto, ahí se acaba la historia de mi apellido, creado ex profeso para dicho tatarabuelo según las costumbres de la época, en la que un adoptado no conservaba ni el apellidamiento de los padres biológicos ni el de los de adopción. Pero en la inmensa mayoría de familias, la genealogía asciende hasta el infinito: siempre coinciden los apellidos del padre, del padre del padre, del padre del padre del padre. Yo, en cuanto mujer, no me llamo como mi madre, ni como mi abuela materna, ni como ninguna de mis bisabuelas, evidentemente. Y sin embargo, ellas también fueron madre de la madre de la madre de la madre. ¿Por qué las mujeres hemos de tener oculta nuestra genealogía? ¿Por qué hemos de reconstruir nuestro pasado a base de líneas discontinuas, de apellidos siempre diferentes en cada nivel? Ustedes me dirán que esta injusticia ha logrado subsanarse en la legislación actual, ya que desde 1999 se puede «alterar» la ordenanza clásica. Permítanme no estar en absoluto de acuerdo. Si hoy en día el orden de los apellidos es decisión de los padres –perdón, progenitores–, solo una mínima representación de parejas discuten realmente por este tema, de las cuales la mayoría acaba conservando el ordenamiento tradicional. Pero no nos equivoquemos –y lo repito–: no es ese el problema. De hecho, la posibilidad de elección no hace sino trabucar más todavía las ya de por sí confusas líneas sucesorias. Imagínense que mi apellido fuera el de mi madre, el del padre de mi madre, el de la madre del padre de mi madre. Solo –sola– pido un poco de estética, y lo pido por favor.

Evidentemente, la cuestión no se resolvería decretando la obligatoriedad de la herencia primera del apellido femenino –¡sacrilegio! ¿Y si ninguno de los progenitores es madre?–, cosa que sería injusto para los varones –discriminación positiva le llaman, tampoco lo descartaría yo de entrada, lo podríamos convalidar por lo que tienen ganado de antemano en tantos siglos de historia…–. Si hay que repartir el pastel, repartámoslo bien. En este sentido, solo parece haber una única solución válida, solución que, sin embargo, a nadie más se le ha ocurrido todavía. Digo válida aunque estoy segura de que si se difunde –debí decir «difundiera», pues es harto improbable que mi propuesta llegue a la opinión pública– algunos se encargarán enérgicamente de invalidarla esforzándose por que no salga adelante.

¿Y cuál es el orden de los apellidos que yo quiero patentar y reivindicar como único aceptable? Aquel que garantice la permanencia del apellido según el sexo: Clarita llevará primero el apellido de mamá, y Javiercito lo llevará después del de papá. Así se consigue verdaderamente que ninguno pierda posibilidad de dar en herencia su lote; así, las genealogías seguirán su curso de manera diferenciada entre padres y madres, pero nada se perderá de antemano –digo de antemano porque, evidentemente, no todos los matrimonios consiguen concebir a la deseada «parejita»; ahora bien, nada les impide seguir intentándolo biológicamente o por adopción–. Eso es igualdad efectiva, y no la mentira de tener la posibilidad de «invertir» el orden –claro, el orden «normal» es el otro– solo si una se pelea con media familia hasta llegar al acuerdo.

Vaya, qué casualidad. Hoy en día podemos ordenar los apellidos como nos dé la santa gana, podemos incluso ponerle a un niño nombre canino –porque lo de nombre de niño a un perro ya no sería novedad–, pero justo aquello que yo pido parece ser ilegal: podemos ordenar los apellidos al libre albedrío, pero el mismo orden para todos los hermanos: lo que hacemos con el primogénito «determina el orden para la inscripción de los posteriores nacimientos con idéntica filiación». ¿Quién ordena qué? ¿No es esto una ordenanza injusta? ¿Y si mi marido y yo pactamos aquello de «uno patí, uno pamí»? ¿Y qué ocurre con los hermanos de un solo progenitor, que por apellidamiento parecen más primos que hermanos?

Si la hermandad se reconoce nominalmente por la coincidencia de apellidamiento, tampoco sería tan complicado acostumbrarse a que los hermanos de sexo cruzado tengan también cruzados los apellidos. Claro que para eso habría que ir dejando de lado la escueta costumbre extranjerizante de elidir el segundo apellido en las firmas. Como siempre ha dicho la tía Amparo –y sus costumbres datan de 1900–, «Jo sóc Amparo Bolta i Peiró, que també tenia mare».

Lamentablemente, mi propuesta es irrealizable, y no solo por ser utópica –demasiada belleza con escuadra y cartabón–, sino por ser incompatible con la ideología imperante: un criterio que diferencia por sexo hoy en día solo puede ser rechazado. Claro, ¿cómo solucionar el problema de los que tienen problemas con el sexo? Si mamá y mamá han de apellidar a Carlitos, ¿cómo lo harán? Y si Yoli soltera tiene la mala fortuna de embarazarse de bebo, ¡qué estigma para la genealogía familiar! Ah, el ordenamiento perfecto de los apellidos es utópico porque la sociedad perfecta no existe: como las genealogías, nuestro rostro –nuestro sello más característico– será siempre asimétrico, pero ¿verdad que todos intentamos que se note lo menos posible? Habremos de empezar a amar el desorden, que al fin y al cabo es aquello a lo que nos acostumbra el siglo.