No sé si en estas semanas en que se ha parado el mundo conseguiremos acabar con el COVID-19, pero ahora más que nunca tenemos muy fácil conseguir que se extinga otro bicho:
¡el piojo!
Que mi conciencia ecologista me perdone, pero sin estos parásitos creo que no se acaba ningún ecosistema… ¿O te imaginas una venganza como la de las abejas? (Si ellas desaparecen va detrás el resto de especies…). Algo me dice que no.¿Cómo acabar con los piojos?
¡Es tan sencillo como evidente! Ahora o nunca.
Si absolutamente ninguna cabeza vuelve al cole con habitantes, la cadena de contagio se romperá para siempre. ¿Una utopía? Pon tu grano de arena y aprovecha la cuarentena para revisar bien a tu prole.
Y si no tienes buena vista, sabe que la lendrera es la mejor aliada. Asegúrate hoy —y reincide dentro de unos días— de que no habitan ni piojos ni liendres… y si encuentras a alguien, arremángate y tómatelo con calma, que tiempo no te falta. Ejecútalo con ahínco, porque probablemente sea la última vez que lo hagas (tanto entretiene que no faltará quien lo disfrute: es lo que se cosecha con tanto aburrimiento).
Ciertamente, saber que una tarea detestable no va a ser
recurrente hace que, sicológicamente, nos empleemos a fondo para darla por
cumplida definitivamente. Y os cuento mi historia (podéis pasar directamente a
la posdata si no os interesa). La segunda vez que como madre hube de
enfrentarme al despiojamiento de mi primogénito fue la última en que fregué
—por este motivo, sola y en un solo día— hasta el último rincón: de las nucas a
las camisetas, de los suelos a absolutamente todas las superficies horizontales
—y verticales—; lavé cortinas, fundas de sofás… bueno, en realidad metí en la
lavadora cualquier cosa de tela que hubiera en la casa. Aparte de gastarme una
pasta en champús, lociones y todos los milagros químicos pediculicidas —pero no
los habidos y por haber, sino solo los “presentes”, pues ya me enteré de que se
van prohibiendo cíclicamente para evitar que los bichitos se vayan volviendo
tolerantes al veneno—.
La tercera vez en que, para mi desgracia, observé a un
indeseable paseando por su cuero cabelludo —“vez” relativamente seguida de la
anterior: supongo que este es un dato que influyó— casi me muero solo de pensar
en todas las tareas que debía afrontar para salir del paso. Imagino que esta
desesperación es la que sienten tantas madres (*) a partir de segundos y
sucesivos cuadros infecciosos. Y no me extrañaría que parte del problema de la
eterna piojera de la escuela infantil y primaria tenga que ver con el hecho de
que no son pocas quienes, ante el riesgo de desfallecer, acaban desneurotizándose
—léase “reduciendo el plan de choque contra el animal”, pero también “adoptando
la pasividad más absoluta”, y lo digo a raíz de verdaderas plagas de
pediculosis que he contemplado atónita en esta vida, sociedades casi
organizadas en sindicatos y cuyo nivel de progreso no concibo aún—.
(*) Sobre el uso del femenino hablo en la posdata (aunque soy consciente de que transgredo con ello la propiedad de adecuación, porque ni esto es una carta ni aquella es más breve que el texto).
P. D.: Hombres y piojos
A todo eso, aún no hemos culpado al heteropatriarcado de considerar
a la mujer un objeto antiparásitos. Bromas aparte, creo que este es uno de los
temas en que todavía no se ha logrado la corresponsabilidad entre hombres y
mujeres. Ojalá me equivoque.
Porque, vamos a ver, ¿a ti quién te despiojaba en tu infancia? Yo recuerdo a mi madre, sobre todo, y durante los largos veranos también a mi abuela… con ayuda de mi tía y madrina. De mayorcita, que también los he cogido, me he despiojado yo sola. Increíble. Una vez literalmente sola, en un país extranjero donde no sabía ni cómo se decía “lendrera” (de nada me sirvió, porque en toda la ciudad no había y por Internet el envío tardaba demasiado en llegar…). Cuando te escuece todo solo de pensarlo, si el espejo no alcanza para la inspección, bueno es el selfi. Finalmente, encontré el codiciado tesoro en un establecimiento de lo más raro en San Francisco… Vaya, que a los yanquis no les pican los piojos, por lo visto.
¿Y a tus hijos quién los despioja? Hoy hay negocios que te
dan ese servicio… Aunque el verdadero negocio es realmente más amplio, porque
las farmacéuticas bien que se forran. Por mi parte, tengo que reconocer que a
estas alturas me niego a comprar repelentes o lociones químicas: prefiero lo
manual. Claro que también tengo que admitir que, con cinco, a mí me ayuda la
niñera. Pero bueno, se llama como yo (cosa que ya es raro…), así que la puedo
considerar una legítima sustituta de madre.
La tercera confesión es que desde que tienen uso de razón me
niego a que ellos se salgan de rositas: están obligados a pasarse autónomamente
la lendrera —si yo puedo, ellos también— y tienen prohibido acercarse a cabezas
amigas (supongo que es políticamente muy incorrecto, pero el incentivo es que
les doy cinco euros si en un año no cogen piojos y… no todo es malo: ¡gracias a
Dios ya llevo muchos billetes bien invertidos en esto!).
Aun después de haber convivido con estos amiguitos tantas
veces, no sé si hay algo en el gen Y que te nubla la vista o te hace olvidar el
sonido especial uña contra uña: el hecho es que ni mi marido ni nuestros descendientes
varones saben en realidad cómo es un piojo, y son capaces de confundir una mota
de caspa con una liendre.
2 comentarios:
Muchas gracias, es muy interesante, lo recomiendo😊
Me ha encantado, Elia!!! Un beso
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